LEONARDO ARTIGAS | Consulting Mentoring. El día había amanecido nublado, pero justo cuando la carroza de madera laqueada negra y ruedas rojas salió de Buckingham, apareció el sol. Era el 20 de noviembre de 1947 y faltaban pocos minutos para las diez y media de la mañana.
Los oficiales de la Corte miraron por las ventanas de palacio y respiraron aliviados, no sólo porque la lluvia no les iba a estropear el gran día, sino porque su mayor pesadilla no se había hecho realidad: las calles estaban llenas de gente que gritaba al paso de la carroza real.
Era una imagen de euforia popular que, unos meses antes, casi nadie en palacio habría creído posible y que requirió un intenso programa de marketing diseñado al milímetro para hacerse realidad.
No en vano, tan sólo unos meses antes, en enero de 1947, cuando la prensa hizo públicos los rumores de un posible enlace entre la princesa Isabel de Inglaterra y el príncipe Felipe de Grecia, el 40% de británicos se había mostrado totalmente en contra de la boda.
Atrás quedaban todos los desvelos y todas las miradas se centraban ahora en la cara de felicidad de una jovencísima princesa Elizabeth que iba a casarse con el amor de su vida, un hombre que nadie del establishment aprobaba y que ni tan siquiera había contado con un gran apoyo popular cuando, el día 9 de julio, se había hecho público el compromiso.
A las diez y media la carroza, se detenía enfrente de la abadía de Westminster. La novia llevaba un vestido diseñado por Sir Norman Hartnell, hecho con satén duquesa color marfil elaborado en Dunfermline, Escocia, y ricamente bordado con cristales y 10.000 perlas que habían sido importadas de Estados Unidos.
Los bordados eran de estrellas y flores y estaban inspirados en La Primavera de Botticelli. Como diadema había escogido la Fringe Tiara, propiedad de su abuela, la reina María, y realizada con cuarenta y siete barras de diamantes entrelazadas.
Al cabo de pocos minutos, el arzobispo de Canterbury, Geoffrey Fisher, auxiliado por el de York, Cyril Garbett, les declaraba marido y mujer. La pareja abandonó la abadía bajo los acordes de la marcha nupcial de Mendelssohn y los más de 2.000 invitados se dirigieron al palacio de Buckingham para degustar un almuerzo de filet de Sole Mountbatten, perdreau en casserole y bombe glacee Princess Elizabeth.
El día había sido perfecto, aunque veinticuatro horas antes muchos en palacio dudaban seriamente que aquel enlace fuese un acierto.
Los orígenes
Siempre se ha dicho que Isabel, Elizabeth en inglés, y Felipe se conocieron en la academia naval de Dartmouth, en Devon, el julio de 1939. La verdad es que se vieron por primera vez en la boda de los duques de Kent en 1934, pero entonces Elizabeth era tan solo una niña de ocho años y apenas coincidieron unos segundos.
En Dartmouth fue distinto. Elizabeth, de trece años, acompañaba a sus padres a una visita a la prestigiosa escuela. El príncipe Felipe de Grecia, de dieciocho años y estudiante-cadete en el Royal Naval College, fue el encargado de entretener a la princesa y su hermana, la princesa Margaret.
La cara de interés de la pequeña no pasó desapercibida para la persona más relevante de la historia de amor que, sin saberlo todavía los protagonistas, acababa de nacer. Su nombre era Louis Mountbatten, Dickie para sus familiares y amigos, y por aquel entonces era oficial de la Royal Navy.
Mountbatten era hermano de la princesa Alicia de Battenberg, esposa del príncipe Andrés de Grecia y madre del príncipe Felipe. Felipe, por tanto, era su sobrino y albergaba para él grandes esperanzas de futuro.
‘Dickie’ hizo de Celestina
Aunque más tarde, con Felipe ya convertido en duque de Edimburgo, Dickie Mountbatten explicaría a los cuatro vientos que había sido como un verdadero padre, la verdad es que no habían tenido excesivo contacto hasta 1938, cuando Felipe tenía dieciocho años y entró en el colegio naval de Dartmouth.
No sólo Mountbatten vio en su sobrino a un excelente marino (que lo era), sino que, después de aquel encuentro con la princesa Elizabeth, heredera al trono de Inglaterra, vio en él su pasaporte a la primera fila de la monarquía. Y Dickie no pensaba desperdiciar aquella gran oportunidad: se encargó de escribir con frecuencia al rey Jorge VI, padre de Elizabeth, y explicarle las virtudes de su sobrino.
Le explicaba, por ejemplo, que Felipe estuvo destinado a Bombay, el puerto de Aden, Mombasa, Durban e incluso las islas Salomón durante un breve tiempo. Durante la Segunda Guerra Mundial, también estuvo en la batalla de Cabo Matapan y luchó con tanto honor que su nombre apareció destacado en varios informes militares.
En las Navidades de 1943, en medio de la contienda, el teniente Felipe de Grecia pudo disfrutar de unos días de descanso en Inglaterra. Por mediación de su tío fue invitado al castillo de Windsor donde, como cada año, las dos princesas, Isabel y su hermana Margaret, organizaban un pequeño teatrillo navideño. Aquel año iban a representar Aladín. Felipe estaba entre el público y la princesa inglesa brillaba con cara de enamorada.
A partir de entonces empezaron a cartearse y ella le enviaba paquetes llenos de cosas que podía necesitar en el frente (cigarrillos, botellas de alcohol y tabletas de chocolate). Pronto, una fotografía de Felipe estaba en la habitación de la princesa. «Ella nunca miró a ningún otro», dijo más tarde su prima Margaret Rhodes.
Los padres de Isabel, sin embargo, no veían aquello con tan buenos ojos. Al rey Jorge, su padre, Felipe le caía simpático, pero de ahí a convertirse en su yerno había un abismo: Felipe no era británico, venía de una familia desestructurada, no tenía dinero y, encima, no pertenecía a la Iglesia de Inglaterra. Además, su hija era demasiado joven y apenas había visto mundo. La guerra le pilló en plena adolescencia y había pasado muchos años prácticamente recluida en el castillo de Windsor. Era demasiado pronto.
La madre de la princesa, la indómita reina Elizabeth Bowes-Lyon, tenía, además, otros planes para su hija. Quería que se casara con el hijo de uno de los grandes duques de Inglaterra, ricos y con propiedades, e incluso se hizo una lista con los posibles pretendientes: los Grafton, los Rutland, los Buccleuch y los Porchester, cuyo hijo, Henry Porchester, futuro conde de Carnarvon, era gran amigo de la princesa. Se organizaron encuentros, tés y bailes, y los reyes cruzaron los dedos para que alguno de aquellos muchachos con el pedigrí adecuado captara la atención de su hija. Pero ninguno lo consiguió.
El sentimiento antialemán
Los cortesanos de Buckingham, comenzando por el secretario privado del rey, el todopoderoso Tommy Lascelles, no querían ni oír hablar de un posible enlace con un príncipe extranjero, para más inri sobrino del trepa de Mountbatten y emparentado con alemanes. La guerra había dejado un profundo sentimiento antialemán en Inglaterra y no iban a tolerar que la heredera a trono se casase con aquel príncipe cuyo auténtico apellido era Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg.
Además, todas sus hermanas estaban casadas con príncipes alemanes e incluso una de ellas, Sophie, se había casado con Christoph de Hesse, que había sido de las SS y llegó a coronel en el ejército nazi (murió en un accidente de aviación durante la guerra).
Mountbatten también entendió que la sangre alemana (y, sobre todo, los parientes alemanes) de Felipe iban a ser un gran problema. Por eso, lo primero que decidió fue cambiarle la nacionalidad a su sobrino. En agosto de 1944 voló a El Cairo para visitar al rey de Grecia, que vivía en el exilio, y pedirle permiso para que Felipe abandonara a su familia y a su nacionalidad. Luego, convenció al rey de Inglaterra para que intercediera ante el gobierno británico.
El rey Jorge lo hizo pero el gobierno británico no quería saber nada de aquel tema. Contra todo pronóstico, Winston Churchill había perdido las elecciones en 1945 y los laboristas, capitaneados por Clement Atlee, se habían hecho con el poder. Y los laboristas ya tenían bastantes quebraderos de cabeza en Grecia: justo al acabar la Segunda Guerra Mundial en Europa, en Grecia estalló una guerra civil que enfrentó a comunistas con monárquicos.
Inglaterra no quería que Grecia acabara en manos de la URSS, pero tampoco quería apoyar firmemente a una familia real que veía errática y excesivamente alemana. Naturalizar a un príncipe de Grecia podía enviar una señal clara de apoyo a un bando determinado y el gobierno no pensaba pasar por ello. El pasaporte británico de Felipe tendría que esperar, si es que algún día llegaba.
A Isabel aquello no pareció importarle. Cada día estaba más enamorada de aquel marino griego con quien ahora, después de la guerra, podía salir a bailar de vez en cuando. Iban juntos, con más amigos, a ver musicales y la princesa comenzó a pedir en los bailes que le pusieran People will say we are in love, la gente va a decir que estamos enamorados, una balada dulzona que aparecía en el musical Oklahoma que habían ido a ver juntos.
Felipe, además, comenzó a interesarse por aquella princesa que se había convertido en una joven muy guapa e inteligente que lo idolatraba. Ahora era él quien también tenía una foto de ella en su habitación.
La familia real, por supuesto, era consciente del romance y decidió cortar por lo sano: invitó a Felipe a pasar unas semanas de vacaciones con ellos (y con toda la corte) en el castillo escocés de Balmoral. Creyeron que, como la pareja sólo se veía de vez en cuando, estar juntos varios días seguidos les ayudaría a entender que no estaban hechos el uno para el otro. Y, si aquello no era suficiente, ver cómo funcionaba la Corte acabaría por asustar a Felipe.
La Corte, desde luego, no se cortó un ápice a la hora de valorarlo. «Burdo, sin educación y poco capaz de ser fiel», sentenció Lascelles. La madre de la reina lo comenzó a llamar El Huno, en referencia a las hordas bárbaras germánicas que arrasaron el Imperio Romano. Pero El Huno en cuestión no se amilanó. De vuelta a Londres, se instaló en la casa de Louis Mountbatten y de vez en cuando conducía su deportivo MG hasta Buckingham y allí cenaba con Isabel y su hermana.
En 1946 fue invitado de nuevo a Balmoral y allí le propuso matrimonio a Elizabeth. Ella, sin consultarlo con nadie, aceptó. Para ella, él era un soplo de brisa fresca. Después de una vida encorsetada, sin libertad apenas, y rodeada de estirados cortesanos, él significaba una espontaneidad que le era totalmente nueva.
Para él, que no sabía ni remotamente lo que era la estabilidad ni tener una casa propia, ella significaba la posibilidad de echar raíces y saber lo que significaba, de verdad, tener una familia. En el fondo, aunque eran totalmente opuestos, eran perfectamente compatibles.
Una foto captó la mirada de los enamorados
El rey, resignado, tuvo que aceptar la noticia, aunque pidió que no se hiciera pública hasta más adelante, cuando la princesa hubiese cumplido los veintiún años. La prensa, menos que nadie, había de enterarse del romance y, por ello, Elizabeth salía de fiesta acompañada de amigos y bailaba con otros hombres.
Pero todos los periodistas tuvieron una pista de lo que estaba pasando cuando, en octubre de 1946, en la boda de Patricia Mountbatten, hija de Dickie Mountbatten, con Lord Brabourne, se pudo ver junta a la pareja. Elizabeth era dama de honor y Felipe, uno de los ayudantes del padrino. Ella se quitó el abrigo antes de entrar a la iglesia, él lo recogió y, en aquel instante, las cámaras pudieron captar la mirada enamorada de ambos.
El tabloide The Star no se lo pensó dos veces y publicó una fotografía de la pareja en portada anunciando que se esperaba un anuncio de compromiso oficial en breve. Buckingham lo negó tajantemente, pero la prensa siguió a lo suyo y la reacción popular no se hizo esperar: ni hablar. No querían ni oír hablar de una boda real con un extranjero, encima medio alemán.
A los periódicos comenzaron a llegar cartas indignadas. Una de ellas decía: «Nosotros, la familia Russell, con dos hijos soldados que han luchado en dos guerras, decimos que ‘no’ a semejante boda».
Mountbatten supo que tenía que actuar rápidamente. Llamó a todos los ministros que conocía, se reunió con el secretario de Interior e incluso conciertó una cita con el primer ministro. Al final, consiguió persuadir al gobierno y Felipe recibió los papeles para la naturalización.
Había conseguido lo más difícil, pero aún quedaba un gran escollo: cambiar la imagen de Felipe. Mountbatten llamó a sus contactos en Fleet Street y puso en marcha una gran campaña de Relaciones Públicas. Muchos periódicos recibieron lo que ahora llamaríamos un press package: un dossier con fotografías donde se dejaba claro que Felipe, en realidad, no era griego. Sólo había vivido en Grecia unos meses y no hablaba ni una palabra del idioma.
Por no decir que había servido con distinción en la Marina británica y se había educado en Escocia. Mountbatten se aseguró que se distribuían fotografías de Felipe jugando al cricket, el deporte inglés por excelencia.
También decidió que Felipe debía cambiarse el nombre. Nada de Felipe de Grecia o, peor, Felipe Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg. Tenía que ser Mountbatten. Teniente Felipe Mountbatten. Más británico era difícil. El cambio de nombre se registró enseguida.
Al Rey aquellos cambios no parecían convencerle del todo. A la desesperada, pensó que todavía tenía una oportunidad para parar aquel enlace que no gustaba a nadie. La familia real tenía por delante un viaje de estado a Sudáfrica que duraría cuatro meses, tiempo suficiente, pensó el monarca, para que su hija se lo pensara o, quien sabía, quizás la princesa conocía a otra persona en el periplo. Pero Elizabeth era testaruda hasta la médula y no pensaba rendirse.
Los eventos se precipitaron. En marzo, mientras la princesa estaba en Sudáfrica, llegó la tan deseada ciudadanía británica de Felipe. Al renunciar a su ciudadanía de origen tuvo que renunciar también a los títulos reales que le acompañaban: dejaba de ser príncipe de Grecia, y de tener el título de Su Alteza Real, pero no le importaba.
En mayo, la familia real regresó del viaje e Isabel exigió que su compromiso se hiciera público. Al final, ganó la batalla: el anuncio se hizo el 10 de julio. Una sonriente princesa apareció ante las cámaras y los fotógrafos con su prometido, vestido de uniforme y llamado simplemente teniente Felipe Mountbatten.
Un derroche de dinero innecesario
La cara de felicidad de la princesa heredera hizo que el público aceptase el compromiso, aunque aún quedaba un largo camino por delante. ¿Qué clase de boda real se debe organizar en un momento de austeridad donde el país sobrevivía con cartillas de racionamiento? ¿Cómo iba a reaccionar la opinión pública con un dispendio de dinero para una simple boda?
Irónicamente, el vestido de la novia se convirtió en el centro de todas las críticas. Un diario hizo público un coste aproximado del vestido: como iba a ser de seda e iba a estar ricamente bordado, podría llegar a costar una fortuna. Las cartas de indignación no tardaron en llegar a las redacciones de los diarios. ¿Por qué tenía que ser tan caro cuando muchas chicas no podían permitirse ni siquiera un vestido? La polémica fue tal que incluso el primer ministro llegó a preguntar a Buckingham si la seda era británica.
Una encuesta puso al palacio en modo de pánico: la mitad de la nación pensaba que aquella boda era un derroche de dinero totalmente innecesario. El cabreo comenzaba a notarse y los cortesanos temieron explosiones de odio contra la familia real. Se necesitaba cambiar la opinión pública y hacerlo a toda prisa: la boda se había fijado para noviembre.
Buckingham llamó a los editores más destacados y comenzó a filtrar un sinfín de detalles para que el público se olvidasen del dinero. Se explicó que los reyes habían hecho distribuir paquetes de comida entre las viudas de guerra con niños a su cargo y se aseguró que el resto de naciones iban a colaborar. Enseguida, por ejemplo, se filtró que las Girl Scout de Australia habían enviado los ingredientes para hacer la tarta nupcial. La princesa haría como cualquier novia inglesa y tendría una cartilla de racionamiento especial con cupones para hacerse su traje de novia.
Por si aquello no fuera suficiente, notas de chismorreos también fueron cuidadosamente filtrados. En concreto: ¿quién sería invitado? Y, sobre todo, ¿quién no sería invitado? Los cotilleos hicieron que los ingleses se centraran en discutir frivolidades y se olvidaran del coste del evento.
La estrategia funcionó: si en julio, cuando se hizo público el compromiso, solo el 40% de los británicos estaba a favor del enlace, en octubre, a un mes de la boda, el porcentaje había subido al 60%. Suficiente para asegurar la supervivencia de la monarquía.
Pero aún quedaba la prueba de fuego: saber si realmente habría gente en las calles celebrando la boda de la heredera al trono. La mañana del 20 de noviembre, una mañana gris y fría, los cortesanos cruzaron los dedos y rezaron al cielo. Pero sus desvelos se iban a disipar rápidamente: cuando, a las 11.16h la princesa salió de palacio, le esperaban aglomeraciones de personas (se dijo que había dieciséis filas de personas a cada lado del Mall).
Finalmente, a pesar de los malos augurios y de la oposición de propios y extraños, la boda había sido un éxito. «Un toque de color en medio del oscuro camino que nos queda por recorrer», dijo Winston Churchill. Y no le faltaba razón.
Desayuno Nupcial
El desayuno nupcial -que en realidad se sirve a la hora del almuerzo, justo después de la ceremonia- tuvo lugar en el Palacio de Buckingham, y consistió en Filet de Sole Mountbatten, Perdreau en Casserole, y Bombe Glacée Princesa Isabel. EL menú «austero», según contaba la biógrafa de la reina Sally Bedell Smith, “se sirvió en vajilla de plata dorada por criados vestidos con librea escarlata”. Los invitados recibieron ramilletes de mirto y flor de brezo blanco de Balmoral.
La Torta de Bodas
La tarta principal medía casi tres metros de alto y tenía cuatro pisos ; la cocinaron con ingredientes de todas partes del mundo; y estaba decorada con los escudos de armas de las dos familias. Se cortó con la espada del duque de Mountbatten, que habia recibido de manos del rey como regalo de bodas.
Los Ausentes
Aunque la madre de Felipe atendió a la ceremonia, las tres hermanas del novio -casadas con alemanes sospechosos de simpatizar con el nazismo – no fueron invitadas. El tío de Isabel, el rey abdicado Eduardo VIII, también dejó una notable ausencia.
Los Regalos
Felipe le regaló a su novia, un brazalete de diamantes que había diseñado él mismo, así como la promesa de dejar de fumar. La pareja recibió cerca de 10.000 telegramas de felicitaciones así como más de 2.500 regalos de todas partes del mundo. Incluyendo: un cordón de algodón por parte de Mahatma Gandhi, elaborado a mano por él mismo y adornado con las palabras «Jai HInd» (Victoria para la India) ; una máquina de coser Singer; y un frigorísfico. La reina María regaló a la pareja una librería mientras que la princesa Margarita les regaló una maleta para picnics. La pareja también recibió un caballo de carreras; una cabaña de caza en Kenia; un televisor, un juego de café en oro de 22 quilates; un diamante rosa de 54,5 quilates sin tallar (de manos de un magnate canadiense) ; un abrigo de visón; cristales y vajillas poco comunes; y un jarrón.
La Luna de Miel
Debido la austeridad de la posguerra, la pareja decidió quedarse en suelo patrio durante la luna de miel, dividida en dos lugares importantes para ambas familias. En Hampshire, hogar del tío de Felipe, el conde de Mountbatten ; y en la finca escocesa de la famila real en Balmoral. Los recién casados no viajaron solos: les acompañaba el corgi favorito de Isabel, Susan.
Una dulce Despedida Real
En vez de dar un largo discurso en el desayuno de la boda de su hija, el rey Jorge VI le envió a Isabel una carta poco después de la boda en la que se podía leer “estaba tan orgulloso de ti y tan emocionado por tenerte tan cerca durante tu largo paseo en la Abadía de Westminster que, cuando cedí tu mano al Arzobispo, sentí que había perdido lo más precioso. Estabas tan tranquila y compuesta durante la ceremonia y dijiste tu parte con tal convicción, que supe que todo estaba bien”. Isabel, por su parte, mandó a sus padres cartas de agradecimiento, del estilo de “sólo espero poder criar a mis hijos en una atmósfera de felicidad y amor y cariño similar a la que hemos vivido Margarita y yo”.
Leonardo Artigas.
Asesor y Consultor de Empresas de Bodas y Eventos.
Organizadores de Eventos, Wedding Planners, Hoteles, Fincas y Salones de Eventos.
Colombia, Latinoamérica.
Fuentes: Vanity Fair, El Independiente, Revista Hola.